Luego de varios de
días de estada en la ciudad de La Rioja, continuamos nuestra gira hacia el
norte, por la llamada Costa Riojana.
Ingresando al Camino de la Costa Riojana
El camino de la
Costa justamente no se destacaba por estar cerca del mar, sino que se trataba
de una cuesta en el cordón montañoso del Velazco, a una altura media de 1300
msnm.
En el camino de la Costa, los cóndores volaban a
nuestro lado
También por invitación, nos hospedamos en Anjullón en la casa de Zenón Bazán, un conocido de mi papá.
Anjullón era un
pueblo muy pequeño que en ese momento no tendría más de quinientos habitantes.
Y su nombre, de origen quechua significaba “ladera
de la cañada con agua”.
Durante varios
días, alrededor de las siete de la tarde, proyectábamos las diapositivas en
diferentes lugares de Anjullón y de los pueblos cercanos, como Anillaco. Y en
algunos de esos sitios, ni siquiera había luz eléctrica, como el caso de una
escuela donde tuvimos que extender alargues del cable a través de una calle
para poder enchufar el proyector en un negocio. Pero era increíble la alegría
de la gente y las caritas maravilladas de esos changuitos, quienes nunca habían
visto una imagen ni en cine ni en televisión.
La casa de Don
Zenón era enorme, y vivían solo él, que era viudo, y su hijo. Tenía una
distribución completamente ajena a mis experiencias urbanas de un barrio de la
clase media de Buenos Aires. Contaba con un patio central con piso de tierra y
aljibe, alrededor del cual había una galería de baldosas, a la que daban todas
las habitaciones, el baño y la enorme cocina que servía también de comedor. Y
hacia el fondo, la huerta, el gallinero y algunos otros animalitos de granja.
Las habitaciones
eran muy amplias, con pisos de madera, techos altos, paredes muy gruesas y
ventana a la calle. Las camas con respaldos de bronce y cubrecamas tejidos en
telar. Y además de la mesita de luz, con velador y candelabro, había otra mesa
con una jarra de agua y una palangana; y la bacinilla debajo de la cama, para
evitar cruzar la galería en las frías noches de invierno.
La sala donde se
cocinaba me recordaba bastante a la de la casa de mis tías en Bahía Blanca.
También había una “cocina económica” alimentada a leña o a cualquier otra cosa
que oficiara de combustible natural, como cáscaras y hojas secas. Y una señora
que ayudaba a Don Zenón en las tareas domésticas, nos servía todas las comidas
preparadas artesanalmente. Hasta el dulce duro de membrillo lo hacían allí. Me
acuerdo que Don Zenón un día me dijo: -“A los dulces que venden en Buenos
Aires, también les ponen un poco de membrillo, pero el resto se hace con batata
o con otros productos más baratos.” Y sin duda tenía razón porque el sabor era
completamente diferente.
A mí por un lado me
gustaba estar y comer carne de chivitos, huevos frescos, nueces y frutas
sacadas de los árboles del lugar; pero por otra parte, la leche tenía nata, el
queso era de cabra, los guisos muy condimentados… Y a los dieciséis años,
todavía mi paladar respondía a otros sabores.
El pueblo carecía
por completo de distracciones como las entendíamos en las ciudades, por lo que
la exhibición que habíamos ido a hacer de los audiovisuales, había
revolucionado a toda la zona.
En las mañanas
salíamos a caminar por los alrededores, que no eran muchos, pero muy bonitos. Y
a la hora de la siesta yo me aburría supinamente, por lo que Don Zenón
consiguió que me prestaran un burro para que me llevara a pasear en ese momento
del día. Yo nunca había montado uno, por lo que al principio se empacó y
tuvieron que socorrerme hasta que el animal tomara confianza y comenzara a
desplazarse. Pero no iba adonde yo quería sino que recorría las calles del
pueblo y se paraba cada tanto en la puerta de alguna casa, para continuar siempre
con la misma ruta. Lo que pasaba era que durante todas las mañanas hacía el
reparto de algunos comestibles y conocía perfectamente la ubicación de sus
clientes. ¡No hubo manera de que me llevara a otra parte! Pero terminó siendo
mi mayor diversión y esperaba con ansias que después del almuerzo su amo me lo
trajera.
Cuando ya
llevábamos varios días allí, se iba a producir un hecho trascendental a nivel
mundial, y era la llegada del Hombre a la Luna. Por eso, ese veintiuno de julio
habíamos suspendido la proyección de audiovisuales para poder escuchar lo que
sería el primer alunizaje tripulado. ¡Sí!, sólo escuchar por radio, porque en
el año 1969 todavía no había televisión en la Costa Riojana.
Era de noche. Nos
reunimos en la cocina. Todos en silencio alrededor de la vieja radio de madera
esperando el momento preciso, hasta que Neil Armstrong, luego de unas palabras
con que describió el lugar, dijera la célebre frase: “Un pequeño paso para un hombre; un salto para la Humanidad.”
La emoción fue
enorme, nos abrazamos todos y brindamos. Y al día siguiente, a la tarde, cuando
me trajeron el burro, salí a buscar el diario que llegó tardíamente para poder
ver las primeras fotos del lugar que la noche anterior habíamos tratado de
imaginar.
Y esa situación me
enseñó a ver que en el mundo se vivían varios siglos al mismo tiempo, en
diferentes espacios. Y que era tan difícil de entender para un chango de
Anjullón las hazañas de la NASA, como para un neoyorquino pensar que existieran
pueblos donde todavía se dependiera de un burro.
Ana María Liberali
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