En el pequeño pueblito de "Santa Anita", vivía Eulogia Miranda, viuda, de unos 40 años, con sus dos hijos, Cayetano a quien le decían Caíto de 19 años y Rubén de 16.
Eulogia trabajaba de sirvienta por la mañana y por la tarde lavaba y planchaba ropa para fuera, los domingos amasaba empanadas, las que vendía casa por casa y poder así mantener a la familia y vivir decentemente.
Caíto, había nacido con una enfermedad congénita irreversible, la que día a día iba transformando al cuerpo en una cosa deforme, sus piernas ya no le permitían casi caminar, apenas podía moverse y esos pocos movimientos le producían un inmenso dolor. Su rostro, era la mascara viva del sufrimiento. Su mente era brillante, era inteligente y muy atento, pero estas cualidades no lograban captar el afecto y el cariño de los demás, quienes, por el contrario, lo eludían, produciéndole con esa actitud, un profundo pesar.
Su hermano Rubén, era bien parecido, jovial, divertido y muy asediado por las jovencitas del lugar. Concurría al secundario de un pueblo vecino, una localidad más grande, de nombre “Macedo”.
Un día, sin que nada lo indicara previamente, Rubén se sintió muy mal. Su madre, prestamente lo llevó al dispensario de Santa Anita, donde al verlo, la única enfermera de ese centro de salud, le aconsejó a Eulogia que lo llevara al hospital de Macedo y la madre aceptó el consejo inmediatamente.
En el hospital luego de revisarlo y observarlo cuidadosamente los médicos, diagnosticaron que el joven presentaba una enfermedad grave en al corazón y decidieron derivarlo al Instituto Cardiológico en la capital de la provincia.
Allí y luego de exhaustivos estudios, dieron a Eulogia la tremenda noticia que la única manera de salvar la vida de su hijo era efectuando un transplante. Sólo quedaba esperar la donación de ese vital órgano y que Dios brindara la posibilidad de que esto, se pudiera concretar a la mayor brevedad posible.
Rubén fue internado en un hospital para pacientes de pocos recursos y allí quedó esperando que llegara el milagro de un nuevo corazón.
El tiempo fue transcurriendo sin novedad y la salud del joven se deterioraba con el correr de las horas.
Caíto, mientras tanto, quedaba solo en su casa y esperaba con ansiedad y angustia la llegada de su madre que visitaba diariamente a Rubén y que le trajera noticias de su querido hermano.
Una noche, llegó Eulogia llorando y le dijo a Caíto que Rubén, irremediablemente moriría si en unas pocas horas no se conseguía un corazón para efectuar el transplante.
Pasaron la noche en vela, el cansancio venció a Eulogia quien se quedó dormida. De repente el ruido de una silla que cae la despierta y ve a Caíto ahorcado pendiendo de una rama del algarrobo que había en el patio.
Los desesperados gritos de la madre atrajeron a los vecinos, quienes ante el aterrador cuadro que se presentaba ante sus ojos, socorrieron a la mujer y descolgaron el cuerpo del infortunado joven acostándolo sobre una cama y vieron con sorpresa que atada con un hilo de su mano derecha, había una carta que decía:
Madre, traiga urgente a los doctores.
Que se lleven mi corazón y se lo pongan a Rubén.
Quiero que él viva.
Yo no soporto mi fealdad y los dolores me agobian.
La humillación de las personas me destroza el alma.
Yo no tengo la culpa de lo que me pasa.
Pero así, no quiero seguir viviendo.
En el pecho de mi hermano, seguirá latiendo mi corazón
Y usted, nos tendrá a los dos juntos, muy juntos
Como siempre nos pidió que estuviéramos
Y créame madre, que yo estaré feliz
Le pido perdón
Y la beso, con todo mi amor.
Caíto
Los profesionales médicos que llegaron con toda urgencia, efectuaron la ablación y remitieron el corazón para que fuera transplantado de inmediato. La operación que se hizo esa misma tarde, fue exitosa.
El cuerpo de Caíto, recibió cristiana sepultura. Los habitantes de Santa Anita, de Macedo y de otras localidades vecinas, acudieron en multitud a dar el adiós y acompañar al muchacho hasta su última morada.
Muchos con lagrimas en los ojos, comprendieron que este acto de amor, les estaba indicando que nunca, jamás, se debe despreciar, eludir o ignorar a otro semejante por el hecho de ser diferente, que todos somos hijos de Dios y que nadie por ninguna razón, debe ser discriminado.
Con el correr de los días, Rubén fue recuperando su salud, hasta quedar completamente curado. Terminó sus estudios, consiguió trabajo, y todas las tardes al regresar a al hogar, su madre los espera... A los dos... Que vienen juntos, unidos para siempre y al apretarlo sobre al pecho, siente la respiración de Rubén y escucha los latidos del corazón de Caíto que galopa feliz, entre sus brazos.
Autor: Argentino Ciriaci
Anjullón - La Rioja - Argentina
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